La sobrecogedora naturaleza del parque nacional Torres del Paine, en la Patagonia chilena.
Algunos presumen de que en su ciudad o en su aldea se pueden apreciar las cuatro estaciones climáticas en un solo dÃa: amanece con un frÃo invernal, se templa a lo largo de la mañana, abrasa el aire al mediodÃa y se queda por la tarde un entretiempo suave, otoñal. En laPatagonia no hace falta esperar un dÃa. Es posible contemplar las cuatro estaciones en un solo golpe de vista. Al recorrer la inacabable llanura que hay al norte de Punta Arenas, por la carretera que lleva hasta Torres del Paine, es habitual atravesar una tormenta de nieve mientras al fondo se divisa un cielo radiante, soleado, y en el horizonte de alguno de los costados se distingue la turbiedad gris o la lluvia tibia de la primavera.
Es, no obstante, solo una impresión visual, porque en aquellas tierras -las más meridionales del planeta- el frÃo es perpetuo y se siente en el cuerpo. Se trata de un frÃo afilado, doloroso, casi espiritual, como escribÃa Gabriela Mistral en uno de sus cuadernos de notas: "SolÃa decir en mi Punta Arenas magallánica que su horrible frÃo era una desventaja moral: me hacÃa egoÃsta, vivÃa yo preocupada de mi estufa y de mi carne entumecida".
Punta Arenas es una ciudad portuaria que se abre al Estrecho de Magallanes. Según algunas hablillas locales, que seguramente son falsas, el viento que pega sobre ella es tan fuerte, que en ciertos dÃas la municipalidad coloca cuerdas en las calles para que los transeúntes puedan circular sin ser arrastrados. Sus casas, coloridas, con tejados a veces azules o verdes y con fachadas malvas, amarillas o naranjas, se extienden con mansedumbre. Desde el cerro de la Cruz o desde algunos de los puntos altos de la ciudad, donde están sus barrios más pobres, puede verse el tapiz de la ciudad, y al fondo, al otro lado del estrecho, el perfil de la gigantesca Isla de Tierra de Fuego . Además de pasear por los alrededores de la plaza de Muñoz Gamero, donde se encuentran algunos de los edificios históricos más interesantes, levantados por la burguesÃa en los tiempos del esplendor ganadero y portuario de la región, el viajero puede visitar el Museo Borgatello, uno de esos museos vetustos que conmueven precisamente por su decrepitud: animales disecados en vitrinas melladas, dioramas etnográficos, minerales expuestos en hileras bajo una luz amarillenta... Hay incluso un olor añejo, denso, como de habitación cerrada.
Pero ningún turista viaja hasta Punta Arenas para visitar la ciudad. Unos llegan en cruceros que vienen del norte recorriendo toda la costa desde Chiloé. Otros se embarcan allà para hacer una travesÃa por el estrecho hasta el océano Atlántico. Y otros más enfilan su rumbo hacia el parque nacional Torres del Paine, uno de los lugares más turÃsticos de Chile y, sin duda, uno de los enclaves más hermosos y apacibles del planeta.
A Torres del Paine puede llegarse por el sur, desde Punta Arenas, o por el norte, desde Argentina. Muchos de los viajeros que visitan el Perito Moreno cruzan la frontera, por sus propios medios o en excursiones organizadas, para llegar hasta el parque chileno. Desde Punta Arenas el trayecto es largo: algo más de 300 kilómetros a través de una carretera despoblada y solitaria que nos recuerda continuamente que estamos en el fin del mundo. Se puede sentir la belleza de la enormidad, de la naturaleza inmóvil y casi pura. Solo nos cruzaremos con alguna estancia ganadera perdida en la nada.
Refugiados del frÃo
Para llegar al Paine hay que pasar por Puerto Natales, que es una pequeña ciudad levantada al borde de un lago gigantesco que en realidad no es tal, pues tiene salida al PacÃfico atravesando un desmigamiento de islas y de brazos de tierra. Puerto Natales, como Punta Arenas, se aletarga por el frÃo. Al caer el dÃa, las temperaturas bajan hasta congelar el termómetro. El viajero puede buscar entonces algún restaurante en el que cobijarse. A través de sus vidrieras, desde la calle, se siente anticipadamente el chisporroteo del fuego y la placidez de estar al abrigo cálido cuando afuera reina la inclemencia.
Siguiendo la ruta, a unos veinte kilómetros de la ciudad, nos encontraremos con una desviación que enseguida nos lleva a la Cueva del Milodón. El milodón es un animal prehistórico, con trazas de oso, que vivió en la zona. En la cueva, gigantesca, se encontraron trozos de piel y de huesos de un ejemplar de la especie. Quien tenga ensoñaciones prehistóricas se sentirá impresionado por el lugar.
Cuando nos acercamos por fin al parque Torres del Paine la visión -si el dÃa está despejado- es espectacular: se puede divisar el macizo irguiéndose majestuoso sobre el horizonte. El panorama es más grandioso si hay algunos hilos de nubes enredados entre las cumbres. Parece como si se hubieran anudado a ellas.
Las tres torres están rodeadas de picos, cuernos y cerros. No son las cumbres más altas ni las más hermosas, pero son las más singulares: tienen tanta pendiente que la nieve no se asienta en ellas. Al lado de las nieves perpetuas de las cimas del resto de montañas, las torres aparecen peladas, secas.
El parque está en medio de la nada. Allà solo hay naturaleza, pero naturaleza sobrada para contentar a senderistas, a montañeros recios y a viajeros melancólicos. Se puede ir a pasar unas horas o a pasar semanas. El macizo montañoso -que pertenece a Los Andes, aunque está desgajado de la cordillera- está rodeado de lagos en cuyas riberas crecen flores silvestres de un colorido tan diverso como apaciguador. Hay cascadas. Sobrevuelan cóndores. Y llega hasta allà la lengua gigantesca de un glaciar -el Grey- manso y azul. El frÃo magallánico lo alienta todo, lo domestica. Y hace que el paisaje sea también un asunto moral.